¿Qué es lo que espero yo del amor? Es una buena pregunta para hacerse muchas veces y volverse loco. Me he encontrado con mis propios engaños, con mis fantasías que parecen sueños pero no lo son. He sacado algo en claro: como persona imaginativa, fantasiosa y romántica, siempre estoy desarrollando situaciones hipotéticas en las cuales vivo con mi pareja en una casita de madera en medio de la naturaleza y hacemos el amor tantas veces que nuestro sudor se confunde y se genera una atmósfera de oxitocina que nos coloca inhalando el placer del otro. Nos nutrimos al compartir nuestro arte y nos entendemos en un bucle comunicativo sinfin en el que no necesitamos nada más. Luego me paro a reflexionar un momento y pienso si de verdad quiero eso. Tengo la inercia, que me viene desde que era una niña, de idealizar situaciones de amor romántico, idealizar personas y buscar el fuego y la pasión, y por consiguiente el dolor, en las relaciones. Soy una romántica empedernida, he consumido demasiada ficción occidental. Y estoy empezando a notar... que me quedo atrás… que esto está pasado de moda, que ya no pega, que no cuadra, que no mola. En un mundo dónde lo que prima es lo efímero, el usar y tirar, la comida basura, el gps, las relaciones abiertas, los viajes de negocios. Me siento parte de este frenetismo, de no acabar en un sitio y ya empezar en otro, de enamorarme tres veces al día. Por tanto puedo entender de qué se trata, puedo entender que el amor en la actualidad está empezando a perder su connotación romántica del siglo XIX, que los juglares ya no existen. Tinder, Grinder, Meetic, Badoo, Instagram, Facebook. Y en este caos de personas que conocemos y lugares que visitamos y experiencias nuevas cada minuto, no hay cabida para los dolores del amor romántico. Pienso que quizás lo que le venga bien a esta época, o una buena manera de adaptarse para los románticos como yo, sea a través de los amores estacionales. Es decir, sentir el amor de la misma manera pero aprendiendo a despedirlo, como despides el verano cuando empiezan a caer las hojas caducas con el primer céfiro del otoño. Un amor para cada estación del año. Quizás se pueda alargar el verano dos años, o el otoño tres. Pero siempre con la certeza de que llegara un momento que no tengamos nada más que aprender el uno del otro, que las dos líneas de nuestras vidas empezarán a separarse y no tendrá sentido esforzarse por crear nudos cuando naturalmente pesa una despedida. Quizás lo sano, lo inteligente, es aceptar que esto es así. Y que lo corroboran la cantidad de matrimonios rotos, y padres y madres que no se besan al despertar. Quizás no hay un amor para toda la vida, sino todos los amores son para toda nuestra vida. Porque nos construyen y enseñan y son parte infinita de nuestro ser. El recuerdo es indestructible y perdura siempre. ¿No es más razonable mantener recuerdos bonitos que esforzarnos por mantener un presente agrio por luchar contra lo naturalmente muerto?
A mi me da mucha pena. Porque no sé si podré adaptarme. Sé que en el fondo es por miedo. Miedo a que no me quieran igual, miedo a no encontrar una persona tan afín, miedo a no encontrar confianza. Aunque en definitiva son aspectos que siempre he ido encontrando y no hay ninguna señal que indique que no lo vaya hacer ahora. Pero es un miedo irracional. Quizás perder ese miedo me haría más feliz. Quizás aceptar el amor del siglo XXI me haría más feliz. Quizás la individualidad es lo más sensato. Lo pienso y me duele. Y vuelvo a pensar que nací en una época equivocada en la que ya nadie muere por amor.
LOVE is a continuous stream.
(En The Lobster, al final, se convierte en langosta).