domingo, 26 de julio de 2009

Concurso creación literaria 2009.

Tan importante, que no me importa.

3 de Julio de 1920, Chicago (EEUU)
Capítulo 1. Agua real, mundo irreal.
Soy afortunada. Afortunada por permitirme huir de una Alemania bañada en sangre y lágrimas. Afortunada por ahuyentar a mis delicados oídos del pavoroso ruido del dedo rozando el gatillo, de una bala penetrando en el pecho sudoroso de un soldado, de un humano. Afortunada porque de toda mi familia, sólo yo conservo la vida.
Me incorporé de la cama y me quede atónita observando el color de las sábanas, tan nítido por el rayo de Sol que las acariciaba. Un rojo que año tras año iba cobrando otro significado en mi vida. Fue pasión y dolor, amor y más dolor, fue más que ideales. Hoy sólo son mis sábanas, nada más.
Fue el salir de mi ensimismamiento lo que me hizo incorporarme y que me entrasen unas ganas atroces de darme un baño caliente y relajado. Arrojé el telón que me cubría, el cual dio sentencia a la impaciente espera. Empezó entonces el rutinario espectáculo, cuyas protagonistas, las gotas de agua, captaban mi atención de un modo incontrolable. Acariciando la pista de hielo se abrieron paso a través de las gradas de metal. Caída libre tras la triunfal entrada. Entonces sus movimientos, pícaros y delicados, las convirtieron en bailarinas de cristal, tan frágiles que se podían quebrar en mil pedazos, bañando la fresca mañana de verano que formaban las gotas inertes del falso manantial. Mientras me sumergía en el agua, las artistas saltaban, rodaban, bailaban al son de la melodía que dibujaba el movimiento, al compás que ellas mismas se marcaban mientras se llenaba la blanca bañera aún incompleta.
Cerré el grifo. Las gotas de agua terminaron atrapadas, sumergidas entre las lágrimas de las más débiles, como encerradas en un laberinto de espejos. Allí descansaron envolviendo mi torso desnudo, siendo víctimas de vulgares bailarinas de jabón que provocaban oleaje a la serena mar. Oleaje producido por una piedra blanca como mi piel que se me resbalaba continuamente mientras me enjabonaba. Muchas eran las cosas que me pasaban por la cabeza cuando el vapor me adormecía uno a uno los músculos del cuerpo, y mi cabello lacio, hacía que la mente me pesase más que de costumbre, aunque para ese entonces más me pesaba la vida que la cabeza.
M e incorporé poco a poco y observé mi cuerpo vestido de transparentes gotas, desnudo de vitalidad. Acto seguido escudriñé las últimas bailarinas que se despedían con desparpajo de la bañera, preciada e impoluta bañera de hierro enlosado. Algo tan indispensable de lo que muchos carecían, otros soñaban y otro montón ni siquiera sabía que existía.
Desconocía que hora era, pero no me importaba en absoluto, hacía mucho que había perdido la noción del tiempo.

Capítulo 2. Manos reales, mundo irreal.
En la posguerra los corsets se dejaron de usar y empezamos a copiar los atuendos de los hombres. Surgió una nueva moda basada en indumentaria deportiva. Los vestidos se volvieron más masculinos y las faldas se hicieron cada vez más cortas. Y siguiendo este patrón, en lo que a modas concierne, me puse mi vestido tan poco femenino y me dirigí a la cocina.
Fue el encender la radio lo que me trajo a la mente recuerdos inexpresables con palabras, tan profundos. Hablaban de Alemania, era la palabra “perder” la que sonaba una y otra vez: perdido la guerra, perdido la importancia en Europa, perdido las colonias, perdido el valor del Marco, perdido vidas… vidas como la de mi hijo Julius, vidas como la de mi marido, Steffan Weingarten.
Hablaban también de pobreza, de hambre, de trabajadores descontentos. Yo eso no lo conocía, vivía en un ambiente modesto a las orillas del río Chicago, nunca había trabajado y no lo hacía entonces, mi marido tenía valiosas acciones y junto con lo que mi familia me había dejado, era más que suficiente para gozar de una vida satisfactoria.
Antes me dedicaba a la política, me apasionaba. Pasaba horas con libros en las manos. Hoy… hoy eso también estaba perdido. Desde que vivía en EEUU toda mi vida se basaba en observar, mirar, callar. Hacía meses que no hablaba con nadie. Eran los detalles los que captaban mi atención, como las gotas de agua, como el color de mis sábanas. Me mantenían alejada de buenos recuerdos, la maravillosa sonrisa de mi hijo, el alentador abrazo de mi marido. Una lágrima bañó repentinamente mi nudillo, y luego otra y otra y otra. Llevaba unos minutos escuchando el murmullo de la radio y pensando, pensando lo reciente que era todo aún. Yo no lloraba, lloraban mis recuerdos. A mí hacía tiempo que lo importante, me había dejado de importar.
Me levanté casi de un saltó y me senté en el mullido asiento que había al lado de la ventana. Allí pasaba todas las mañanas y me ceñía a observar. El Sol cegador mantenía la calle repleta de gente. Los preparativos para el 4 de Julio disponían todo cargado de vitalidad. Chicago, adornada por cientos de banderitas y carteles, estaba disfrazada de entusiasmo, el cual empañaba el profundo pesimismo que brindaba la crisis de posguerra.
Miraba a cada persona durante un buen rato e intentaba deducir a donde iría, de dónde venía, qué hacía, quién era. Ese día en particular me llamó la atención un hombre que vestía un traje marrón, el cual contrastaba con su piel blanquecina. Sus grandes manos sujetaban un maletín gastado, medio roto. Pero no fue su aspecto lo que me hizo fijarme en él especialmente. Fue su lento andar, su mirada perdida, observaba cada milímetro de la calle, cada hoja de los árboles, cada ladrillo de las casas. Estaba claro que no tenía ni prisa ni destino. Se paró unos instantes y se sentó en el banco de madera escondido tras la sombra de uno de los pocos árboles de la calle. Colocó el maletín a su lado derecho. Mis ojos fueron directos a sus arrugadas manos: cientos de líneas curvas y rectas se entrelazaban entre sí, era como un paisaje repleto de caminos de barro. Los cinco salientes que distorsionaban los caminos imperfectos eran como pequeñas montañas para un vasto y extenso paisaje de otoño. Cada montaña iba seguida de un río de aguas turbias que se podía confundir con los caminos, y cada río de un minúsculo montículo de hielo, brillante y ovalado que ponía fin a una mano preciosa, perfecta. Una astilla afilada como un vil cuchillo, hirió la inexistente vegetación del paisaje. De repente, de uno de los trozos de hielo comenzó a emanarse un nuevo riachuelo. Este era rojo, rojo intenso. Se mezclaba con el río de uno de los montículos y tenía un recorrido irregular y lento, muy lento. Sangre. Eran microscópicos e inertes cuerpos que flotaban en el río principal y lo teñían de rojo. Un sinfín de recuerdos atacaron mi mente y la mano, el hombre, la gente, la calle, todo desapareció ante mis ojos; era hora de comer.

Capítulo 3. Mundo real, tan real como Wolfgang.
El último trago de vino bañó mi seca garganta. Mientras recogía la cocina, se apoderó de mí un peculiar impulso que me llevó a arrodillarme en frente de una de las paredes de mi habitación. Descoloqué el trozo de madera que descubría un pequeño hueco donde descansaba una caja polvorienta. La abrí con cuidado. Todo seguía tal y como lo había colocado aquella noche de invierno. La foto de mi marido estaba al fondo de la caja, debajo del tren de juguete de Julius y de unas canicas de antaño. La giré con cuidado y la observé durante unos minutos. Eran sus ojos los que me afligían. Parecía como si me quisiese hablar desde el papel, como si se hallara encerrado en la foto y solamente quisiera morder y roer y rasgar el fino papel para escapar, escapar y regalarme ese último besó que nunca llegó. Cerré la caja con el mismo cuidado con el que volví a colocar la madera en su lugar. Estaba dispuesta a deshacerme de esa cajita de lata, a olvidarla en algún rincón de Chicago. Y casi al instante, me hallaba cruzando el umbral de la puerta en dirección a la calle.
Mi largo cabello se vio en un aprieto cuando el viento le abofeteó, arrastró y esparció por el aire. Mis manos, molestas, trataron de arreglar aquel destrozo, pero en vista de los nulos resultados, se escondieron acongojadas en los bolsillos de mi chaqueta gris. Al doblar la esquina me topé con un individuo, que por su complexión y sus zapatos gastados, era evidente que se trataba de un hombre. Levanté la vista y el tiempo a mi vera se detuvo sin reparo. Mis ojos, abiertos como platos, escrutaron las cinco puntas afiladas de su brazo; era el hombre que había alimentado y vestido mi mañana, sus inconfundibles manos sostenían aún el maletín marrón.
- Disculpe señorita – dijo el extraño en un inglés bruto y feo.
Fue entonces, cuando le miré por primera vez a los ojos. Mis más tempranos recuerdos escudriñaron la cara de un adolescente al que los años le habían arrugado las mejillas y encogido los ojos, verdes como el musgo, tan penetrantes. Una fina capa de barba gris le cubría el hemisferio sur de la cara, dejando entrever una boca grande que guardaba dientes partidos y maltrechos. Era su tez, su gesto educado, su acento alemán; y también sus pupilas, que no mostraban otra cosa que soledad, abandono; entonces caí en la cuenta. Mil imágenes de la Alemania de Bismarck galopearon por mi mente dando tumbos. Sin duda era él, Wolfgang, el que fue mi vecino en una de las tantas calles de Bayreuth en tiempos pasados, con el que compartí más de un capricho burgués y el que me había enseñado lo más secreto, lo más prohibido que un chico de dieciséis años podía otorgar.
Supongo que intenté hablar y no pude, quizás ni siquiera me había esforzado, el caso fue que dejando el rastro de una sonrisa poco ensayada seguí de largo con la caja entre mis dedos. Quise mirar atrás, pero no necesitaron ver mi ojos lo que sentía mi cuerpo, sabía que seguía allí, parado, intentando relacionar mi rostro a alguien cercano, quizás a algo puntual.
Quería pedirle al aire que me llevase a ninguna parte y allí dejar lo único de lo que no había sido capaz de deshacerme. Seguí caminando, paso a paso, sin detenerme a observar ni a mirar nada, sin resucitar detalles insignificantes, sin dejar brotar mi pequeña locura. Me sentí humana, demasiado humana. Empecé a correr. Huía inútilmente del llanto que me alcanzaría en cuestión de segundos, huía de mi sombra, de mí misma.
Frené en seco. Apoyé la caja en la barandilla de uno de los puentes del río Chicago. Quise arrojarla. No pude. Pensé que quizás el viento me haría ese favor. Mis piernas temblaban y no podía quitar la vista de la caja, la caja roja que guardaba a mis dos pilares perdidos. Ya sentía el calor de mis lágrimas por la mejilla, me habían alcanzado; debía haber huido a tiempo. Oí de pronto el latido de mi corazón, mis suspiros, todo mi ser parecía haber captado a cada uno de mis sentidos. Me sentí viva. Y cada nervio de mi cuerpo producía una sensación diferente, una esencia característica que manifestaba en espesas gotas de agua salada. Me alejé de la caja y comencé a huir, a huir otra vez, mientras mis pisadas fuertes y decididas callaban los aullidos del viento hastiado.

Capítulo 4. Realidad dice: Bienvenida Annet.
Perturbada, recia, aturdida, mohína, enérgica, abatida, sobrecogida, impotente, arrepentida. Así me sentía. Mi mente era incapaz de asimilar todas esas emociones al mismo tiempo por lo que veía arduo otorgarme una explicación tanto coherente como factible. Sabía que todo tenía que ver con la caja roja. No tenía claro por qué había quitado esa tabla de madera, por qué había destapado lo único importante que aún me hacía temblar. Intuía que Wolfgang tenía algo que ver, quizás más de lo que pensaba. Sus manos perfectas, pinceladas con una fina línea de sangre, me habían hecho estremecer. Era como si mi mundo pequeño y desprovisto de importancia, de repente se hubiera abierto al mundo real. Poco a poco me iba percatando de que durante todo el tiempo que yo había invertido en construir una mentira ideal en la que vivir, mi pasado había estado planeando una cruel venganza, alimentada del gran cúmulo de sentimientos apilados y guardados, tan recónditos para los demás. La realidad se me oponía indestructible, no me presentaba más alternativas que enfrentarme a ella sin dilación. Y sin quererlo, me abracé a los brazos de Morfeo y me sumí en un profundo sueño.
Al rato alguien picó frenéticamente con urgente petición de ser atendido. Los golpes me hicieron conectarme con mi mayor enemiga. La realidad llamaba a mi puerta, pensé. Me incorporé velozmente. Sin poder evitar tropezar con mis pies, me encaminé hacia la puerta, dispuesta a descubrir quien me había borrado el final de un sueño oscuro e inextricable.
Abrí la puerta tan confiada como si esperara visita. Mis cinco sentidos se entremezclaron exaltados. Mis ojos escucharon, y vieron y tocaron mis oídos degustando sin aliento el sonido que produjo su tosca voz alicaída.
- Guten Abend, meine liebe Annet*.
Entonces el agua marina que protagonizaba la sombra de mis pobladas cejas, captó su rostro y su sonrisa, y también sus manos, sus grandes y delicadas manos que sujetaban una caja, mi caja roja. Colgando de sus muñecas me traía cada minuto de mi pasado. Me regalaba un presente nuevo y un futuro distinto. Me empujaba a la ineludible realidad que tanto había temido y que tan poco me había planteado. Sentí que era demasiado tarde.
- Danke Wolf**. – Cual suspiro ahogado se emanó de la comisura de mis labios.
No. Quizás aún quedaba tiempo.


* “Buenas noches querida Annet”
** “Gracias Wolf”

martes, 21 de julio de 2009

Es lo que tengo.

Y entonces te das cuenta.
¿Cuenta de qué?
Mmmmm, cuenta del excesivo agobio de tu cabeza, que te apalea, que te estropea. Cuenta del uso del tiempo, malgastado, tan despistado. Constantes altibajos, y te arañas y te caes y te levantas y ensayas sonrisas y vives por algo. Es un algo troceado en piecitas totalmente dispares, pero… ¡qué casualidad!, todas chispeadas de lo mismo, echas con la misma materia. ¿Y si se juntan? Si se juntan te das cuenta, sí te das cuenta. Pero quieres más, bueno, es inevitable querer más. Te enganchas, te sientes atada, rendida, como un títere gastado, manejada, a sus pies. Y dependencia, constante dependencia de los demás para tus sonrisas triunfantes. Ya no te vales por ti mismo, admítelo, hay algo que te lo impide, que te frena. Pero… te motiva, sí, te motiva y te excita. Entre las costillas perfora un surco perfecto y adictivo, control absoluto del cuerpo, lo pierdes. Cuidado exhaustivo de cada detalle, te pierdes. ¿Cómo se para? Si quisieras lo sabrías, no, si quisieras no, si pudieras. Recuerda tú ya no eres tú, estás a merced de lo ajeno. Absolutamente enganchada. Ni amor, ni destino, ni un te quiero. Droga. Pura y absoluta droga humana.

Y ahora… ¿te das cuenta?