lunes, 1 de diciembre de 2014

Un día de mierda lo tiene cualquiera.






El otro día me levanté muy pronto para ir a una entrevista de trabajo. Fue el día después de que me echaran de mi idílico curro en la tienda (que recuperé a los dos días), pero el caso es que en ese momento me sentía como una gran mierda. 
Para empezar bien la mañana llegaba tarde. Así que decidí coger un taxi para llegar a tiempo, como si me sobrara el dinero. La oferta decía que se trataba de una empresa de azafatas, así que iba con esa idea: poner sonrisa de idiota y mentir como una champion. En el taxi me di cuenta de que no me había quitado el piercing, lo intenté en vano, casi me arranco el labio, el taxista se quedó algo patidifuso. Para más inri, no me había dado tiempo a tomarme un café, esto me estaba angustiando más de la cuenta.
Cuando llegué me sentaron en una sala de espera con gente absolutamente random. Un par de pakistanís cuarentones, una chica joven con piercings, un chico de proporciones simétricas que pudiéramos considerar guapo y bastantes gordos. Recuerdo gente gorda en esa sala. Todo me parecía extraño, raro, ajeno. Los trabajadores llevaban trajes muy horteras, de estos grises brillantes... parecían barras de hierro con corbatas. La verdad que eran canis disfrazados de oficinistas. Todo era infinitamente cutre. 
Finalmente me llamaron. Me hicieron una brevísima entrevista en la cual me explicaron de manera muy ambigua el trabajo a realizar. Cuando me pasaron a la siguiente sala para darme una mini formación me di cuenta que el trabajo para el que estaba aplicando era de comercial para Endesa. Sí, esos iluminatis que van de casa en casa rayando al personal con milongas que poca gente entiende simplemente para poder anotarse un cliente y llevarse una comisión infame. Quería salir corriendo de allí.  A todo esto iba en taconazos, así que tampoco podía huir. Aguanté la formación como una campeona, había dormido dos horas y casi me quedo dormida. De allí nos pasaron a otra sala. Aquí había trabajadores de la empresa y gente nueva, ingenuos como yo. Todos en círculo, mirándonos las caras y los cuerpos imperfectos. Lo que sentí observando a aquella gente me deprimió completamente: Una profesora de gimnasia en paro, cuarentones que habían trabajado para Jazztel, un cubano chófer, dos chicas treinteañeras solteronas cuyos negocios habían fracasado. Gente ajada, hastiada por la vida. Cansada de vivir por y para el trabajo. Gente con bocas que alimentar, desplazada por la crisis económica. Gente triste. Gente pocha.
Me deprimí tanto que me di la vuelta y me fui sin mediar palabra. Noté como todas las miradas se posaban en mi jersey amarillo. 
Salí a la calle y estaba lloviendo. Perfecto, pensé. Decidí ir caminando por haberme gastado dinero en un taxi al infierno. De camino encontré un bar de mala muerte y me senté a tomar un café con leche y un cruasán. Cuatro veinte me cobró el hijo de puta. No daba crédito. El café malísimo por supuesto. Sólo fumaba y fumaba, a ver si el humo tapaba toda la mierda, a ver si el humo enturbiaba mi vista sin permitirme ver la tristeza que se palpaba en el aire. Cuando me terminé el cruasán fui hasta la parada de bus más cercana. En el autobús siempre hay gente retratable. La mayoría de clase obrera, humilde. Igual de jodidos que los de la entrevista. Miraba por la ventana observando las gotas de lluvia danzar pegadas. Como si así pudiera escudriñar la materialización de mi congoja en el cristal. Este citaba “rómpase en caso de emergencia”. Lo hubiera hecho añicos, sentía la emergencia. Pero estaba tan cansada que me quedé quietecita, tarareando "Hace calor" de Calamaro, mientras todo a mi alrededor se volvía tan irreal que pronto parecería una pintura. 

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