Quizás fuera el tacto del bañador mojado, aplastándose sin sutileza sobre el estómago, apoderándose de la bola de tripas y convirtiéndola en un microclima apacible para combatir el Sol de verano, que por cierto ya se despedía a las 19:07 de la tarde y cerraba el baile con una brisa suave, suavísima, que se contoneaba con la piel de mis brazos, con mi nuca, que ya se balanceaba al son de esa canción.
Pero lo importante aquí no era la música, ni la brisa. Lo importante era la atracción que había entre la tela del bañador mojado y el tacto de mi piel. Una materialización de un estado placentero de tranquilidad. Como poner un signo de exclamación a la ebullición del estómago, y de esa manera sentir más fuerte la conexión con mi centro, con mi estado de creación.
La verdad que era un bañador bonito, me había permitido contonear de manera pizpireta mis espaldas anchas. Aunque en una ocasión me había desteñido unas cuantas prendas de ropa. Le perdoné, por la elegancia con que lo hizo.
Y ahora aquí estaba, pegadito a mí, enrollándome con gracia. Disparatados colores, azules y rosas, materializaban nuevamente ese estado de serenidad. No se trataba del verano. Creía… aunque claro, sólo en verano iba con bañador por casa. Por mi casa. Y estaba mojado.
Mi casa, el bañador mojado y el verano. Eran pues las causas de mi reciente fijación por la sensación que describo. Aún así, el resultado de dichas causas se sentía tan poderoso… Explicaba mucho más.
Porque era mucho más.
Sentir la tierra bajo tus pies y las alas a punto de desplegar.
La despreocupación merecida, la ocupación perfecta.
La compañía afortunada.
La misma libertad que se tomaba el bañador al mojar mi tripa.