No me gusta nada escribir con rabia. Las palabras quedan sucias, cargadas, espesas, llenas de odio. No me gusta nada el odio. Por eso he esperado, creo que por primera vez, he dejado las lágrimas brotar y entremezclarse con el agua de la ducha, mientras se perdían por el desagüe, olvidadas, por última vez vistas. Ojalá pudieramos hacer eso con algunos recuerdos, simplemente extirparlos de la cabeza, y dejar que se escurran por los ojos, uno a uno. Recuerdos perdidos, muertos. Recuerdos de desagüe.
Siempre he dicho que es de poco inteligentes ahogarse dos veces en el mismo mar. Un mar que ya conoces, que ya controlas sus aguas, sus mareas; controlas el filo de sus olas, la espuma que acecha dispuesta a devorarte, sus peces de colores, sus arenas eternas. Aún así a veces se actúa con la parte incorrecta del cerebro. El carro alado que mencionaba Platón se precipita contra el suelo, se rompe, se deshace y nosotros nos deshacemos con él, como parte de un todo.
Humillación. Creo que no hay otra palabra que lo defina mejor. Lo peor: la total y absoluta pérdida de tiempo, de ganas. Cariño regalado, ensuciado y derrochado.
Y ahora lo de siempre, cerrar los ojos y volar. Acumular detalles, vivir de ellos; asumir que la gente, al fin y al cabo, no mira más allá de su propio ombligo. Y por supuesto, esperar con mucha paciencia, esperar que por fin, el tiempo ponga a cada uno donde tiene que estar, donde se merece estar.