"-¿Crees que soy tan superficial?- exclamó Dorian Grey irritado
-No; te creo muy profundo.
-¿Qué quieres decir?
-Mi querido amigo: los que no aman más que una vez en su vida son los verdaderos superficiales. Lo que ellos llaman su lealtad y su fidelidad lo llamo yo sopor de la costumbre o falta de imaginación en ellos. La fidelidad es a la vida emocional lo que la estabilidad es a la vida intelectual: una simple confesión de fracasos ¡La fidelidad! Algún día la analizaré. La pasión de la propiedad se halla en ella. Hay muchas cosas que abandonariamos si no temiéramos que otros pudieran recogerlas."
martes, 17 de agosto de 2010
lunes, 2 de agosto de 2010
Viajes.
Al bajar del taxi la energía fluía por mis conductos sanguíneos, no estaba emocionada por tener que acinarme en un autocar de mala muerte, ocho eternas horas, hasta llegar a Madrid... pero al menos me sentía bien, capaz, vital. Con un sprite sobraba, ya cenaría más tarde... llevaba una semana comiendo y durmiendo fatal, por una noche más no iba a pasar nada.
Creo que lo que más me cuesta conseguir es la tranquilidad, la despreocupación. Y es curioso que la mayoría de las veces que lo consigo, físicamente no estoy al cien por cien, supongo que por pura desgana, me siento libre y calmada. Otras veces, poquitas, esa energía fluye y a la vez está en armonía con el mundo; entonces sí, me siento bien, despierta, tranquila y feliz.
El caso, y a donde quiero llegar, al subir al autocar comenzaron las perturbaciones... claro está, no podía llegar a mi minúsculo asiento sin que alguien molestara mi camino. "Quita del puto pasillo". (¿Cuántas cosas pensamos y no decimos verdad?) Mi vitalidad se manifestó en una pequeña descarga de rabia: me molestaba el padre en su postura paterfamilias sentando a sus hijos e impidiendo el paso al resto de los pasajeros; me molestaban los niños impacientes, y la madre sumisa y obediente. Entre estado y estado de ánimo, me asaltó una chispa de curiosidad... el ochenta por ciento de los pasajeros eran extranjeros... no le di más vueltas.
El dolor de cadera me impidió dormir la primera hora, y la segunda, y la gran parte de las seis horas siguientes, aunque creo que en una ocasión me dormí estando despierta, (es posible, fuera bromas).
Mi vitalidad finalmente decidió coger la puerta y largarse. Así que, en efecto, sólo quedó mi mal humor, a caballo de un rotundo cansancio. Se me cerraban los ojos en la espera por coger el billete. A la gente le parecía una buena idea colarse, "respeta tu puto turno sudaca de mierda" "ah, no, perdón"; a mi cuerpo le parecía una buena idea quedarse quieto, callado, hasta que por fin decidieran atenderle. (Repito, cuantas cosas se piensan, y no se dicen.) En fin, espero cuarenta minutos en vano, estaba en la estación equivocada, tocaba pillar metro. Mi cansancio ni siquiera ya dejaba paso al mal humor. Sólo captaba la imagen de una mullida cama llena de cojines de colores donde dormir horas y horas. Así es que me costaba enfocar las líneas del metro. Y vuelta a confundirme, una hora encima del metro. No está mal. Pero aquí quería pararme un poco. Me arrepentí de no tener en ese momento un papel y un boli para describir lo que sentía en ese mismo momento. Afortunadamente me acuerdo con mucha claridad: cada sonido repetitivo me taladraba el cerebro y se me entremezclaba con el resto de rutinarios ruidos que subían de tono en lo más hondo de mi cabeza. Una señora abanicándose, una chica mascando chicle, un señor pasando las hojas del periódico mientras se mojaba el dedo con la abundante saliba que desprendia su suntuosa, y no precisamente agradable, lengua; un temblor de pierna y una estruondosa respiración fuerte. Mi cabeza iba a explotar. Me parecía realmente acojonante, que parecía ser la única persona de todo el metro que reparaba en todos esos desagradables sonidos, y que sintiera unas ganas atroces de volarle la cabeza a la señora del abanico. Era como si el mundo real se hubiera troceado, separándome los sonidos, de las imágenes e incluso de los colores mismos. Todo parecía irreal y mi cansancio ya era equiparable a la rabia contenida "¿era la única que sentía eso?". Reflexioné un instante sobre mi instinto violento y mi jodida incapacidad de encontrarme tranquila y agusto. Al mismo tiempo me sentí orgullosa de lo bien que mantuve la compostura: mi imaginación explotaba el metro en mil pedazos, mi cuerpo se mantenía quieto, paciente, evitando las miradas fulminantes de los impresionados, quizás por mi atuendo, quizás cabilando sobre mi procedencia y la cantidad de bultos que llevaba conmigo.
Por fin llegué a Mendez Álvaro. Y a la consigna. Y a la taquilla.Y a la taquilla correcta. Y a Plaza España, donde me quedé profundamente dormida durante veinte eternos minutos, mientras varios grupos de japoneses madrugadores me fotografiaban como parte del monumeno.Maldita sea,ahora estaría en cincuenta mil facebook chinos. La verdad... me importaba lo más mínimo. Como no me importaba estar despendolada en medio de un jardín a las ocho de la mañana sin tener ni idea de donde ir. Reflexioné también entonces, realmente me importa bien poco lo que la gente piense de mí, al menos de ese modo. Decidí que estaba lo suficientemente incómoda como para irme de ahí.Así que un poco de Gran Vía, otropoco del Retiro, Museo del Prado, Ópera, Atocha, en búsqueda del Petit bristol, al cual antes de llegar ya sabía que iba a estar cerrado. Me tocó tirar de Burguer. Y después de hincharme a comida basura y gelatina de cola rebajada con agua, decidí que Madrid seguía sin convencerme. Es una sensación extraña... como si pudiera verme desde un satélite encerrada entre fronteras y campos inmensos de tierra... necesitaba mar, olor a sal. Ya volvería en otro momento de mi vida.
Un poco más despierta y otro poco más dormida, esperé al siguiente bus hacia Córdoba. Esta vez fue un niño pequeño el encargado de perturbar mi cabeza, entre lloros y su elegante manera de comer un chupachups. Por lo demás el viaje fue más ameno, conseguí sumergirme en la lectura y dormir al menos una hora.
El calor de Córdoba me trajo el recuerdo de hace dos años. También lo hizo la estación y sobre todo las miradas de la gente, olvidaba que ya no estaba en Barcelona, ni en Madrid, aquí a la gente le sorprenden unos labios rojos y un peto sin camiseta debajo, claro. También un bolso atiborrado de libros, una bolsa de plástico y una maleta cargada; una patosa intentando colocarse las gafas de sol, totalmente despeinada y tanteando en busca del móvil.
Con mi hermano a mi lado se me quitó el cansancio, el sueño. Me olvidé de la gente. Sonreí. Su casa llena de cds, su manía por cocinar platos extravagantes a cualquier hora, cualquier día; sus guías de tropecientos países, y sus maquetas, y su mapa del mundo marcado con chinchetas de todas las personas procedentes de cada país a los que le dejaron su sofá, mochileros, dejados a su suerte. Su vecina lesbiana, y sus insultos hacia mis pintas.
Que le echaba de menos de eso no cabía la menor duda, por fin una persona que podía comprenderme, entre tanta gente.
Creo que lo que más me cuesta conseguir es la tranquilidad, la despreocupación. Y es curioso que la mayoría de las veces que lo consigo, físicamente no estoy al cien por cien, supongo que por pura desgana, me siento libre y calmada. Otras veces, poquitas, esa energía fluye y a la vez está en armonía con el mundo; entonces sí, me siento bien, despierta, tranquila y feliz.
El caso, y a donde quiero llegar, al subir al autocar comenzaron las perturbaciones... claro está, no podía llegar a mi minúsculo asiento sin que alguien molestara mi camino. "Quita del puto pasillo". (¿Cuántas cosas pensamos y no decimos verdad?) Mi vitalidad se manifestó en una pequeña descarga de rabia: me molestaba el padre en su postura paterfamilias sentando a sus hijos e impidiendo el paso al resto de los pasajeros; me molestaban los niños impacientes, y la madre sumisa y obediente. Entre estado y estado de ánimo, me asaltó una chispa de curiosidad... el ochenta por ciento de los pasajeros eran extranjeros... no le di más vueltas.
El dolor de cadera me impidió dormir la primera hora, y la segunda, y la gran parte de las seis horas siguientes, aunque creo que en una ocasión me dormí estando despierta, (es posible, fuera bromas).
Mi vitalidad finalmente decidió coger la puerta y largarse. Así que, en efecto, sólo quedó mi mal humor, a caballo de un rotundo cansancio. Se me cerraban los ojos en la espera por coger el billete. A la gente le parecía una buena idea colarse, "respeta tu puto turno sudaca de mierda" "ah, no, perdón"; a mi cuerpo le parecía una buena idea quedarse quieto, callado, hasta que por fin decidieran atenderle. (Repito, cuantas cosas se piensan, y no se dicen.) En fin, espero cuarenta minutos en vano, estaba en la estación equivocada, tocaba pillar metro. Mi cansancio ni siquiera ya dejaba paso al mal humor. Sólo captaba la imagen de una mullida cama llena de cojines de colores donde dormir horas y horas. Así es que me costaba enfocar las líneas del metro. Y vuelta a confundirme, una hora encima del metro. No está mal. Pero aquí quería pararme un poco. Me arrepentí de no tener en ese momento un papel y un boli para describir lo que sentía en ese mismo momento. Afortunadamente me acuerdo con mucha claridad: cada sonido repetitivo me taladraba el cerebro y se me entremezclaba con el resto de rutinarios ruidos que subían de tono en lo más hondo de mi cabeza. Una señora abanicándose, una chica mascando chicle, un señor pasando las hojas del periódico mientras se mojaba el dedo con la abundante saliba que desprendia su suntuosa, y no precisamente agradable, lengua; un temblor de pierna y una estruondosa respiración fuerte. Mi cabeza iba a explotar. Me parecía realmente acojonante, que parecía ser la única persona de todo el metro que reparaba en todos esos desagradables sonidos, y que sintiera unas ganas atroces de volarle la cabeza a la señora del abanico. Era como si el mundo real se hubiera troceado, separándome los sonidos, de las imágenes e incluso de los colores mismos. Todo parecía irreal y mi cansancio ya era equiparable a la rabia contenida "¿era la única que sentía eso?". Reflexioné un instante sobre mi instinto violento y mi jodida incapacidad de encontrarme tranquila y agusto. Al mismo tiempo me sentí orgullosa de lo bien que mantuve la compostura: mi imaginación explotaba el metro en mil pedazos, mi cuerpo se mantenía quieto, paciente, evitando las miradas fulminantes de los impresionados, quizás por mi atuendo, quizás cabilando sobre mi procedencia y la cantidad de bultos que llevaba conmigo.
Por fin llegué a Mendez Álvaro. Y a la consigna. Y a la taquilla.Y a la taquilla correcta. Y a Plaza España, donde me quedé profundamente dormida durante veinte eternos minutos, mientras varios grupos de japoneses madrugadores me fotografiaban como parte del monumeno.Maldita sea,ahora estaría en cincuenta mil facebook chinos. La verdad... me importaba lo más mínimo. Como no me importaba estar despendolada en medio de un jardín a las ocho de la mañana sin tener ni idea de donde ir. Reflexioné también entonces, realmente me importa bien poco lo que la gente piense de mí, al menos de ese modo. Decidí que estaba lo suficientemente incómoda como para irme de ahí.Así que un poco de Gran Vía, otropoco del Retiro, Museo del Prado, Ópera, Atocha, en búsqueda del Petit bristol, al cual antes de llegar ya sabía que iba a estar cerrado. Me tocó tirar de Burguer. Y después de hincharme a comida basura y gelatina de cola rebajada con agua, decidí que Madrid seguía sin convencerme. Es una sensación extraña... como si pudiera verme desde un satélite encerrada entre fronteras y campos inmensos de tierra... necesitaba mar, olor a sal. Ya volvería en otro momento de mi vida.
Un poco más despierta y otro poco más dormida, esperé al siguiente bus hacia Córdoba. Esta vez fue un niño pequeño el encargado de perturbar mi cabeza, entre lloros y su elegante manera de comer un chupachups. Por lo demás el viaje fue más ameno, conseguí sumergirme en la lectura y dormir al menos una hora.
El calor de Córdoba me trajo el recuerdo de hace dos años. También lo hizo la estación y sobre todo las miradas de la gente, olvidaba que ya no estaba en Barcelona, ni en Madrid, aquí a la gente le sorprenden unos labios rojos y un peto sin camiseta debajo, claro. También un bolso atiborrado de libros, una bolsa de plástico y una maleta cargada; una patosa intentando colocarse las gafas de sol, totalmente despeinada y tanteando en busca del móvil.
Con mi hermano a mi lado se me quitó el cansancio, el sueño. Me olvidé de la gente. Sonreí. Su casa llena de cds, su manía por cocinar platos extravagantes a cualquier hora, cualquier día; sus guías de tropecientos países, y sus maquetas, y su mapa del mundo marcado con chinchetas de todas las personas procedentes de cada país a los que le dejaron su sofá, mochileros, dejados a su suerte. Su vecina lesbiana, y sus insultos hacia mis pintas.
Que le echaba de menos de eso no cabía la menor duda, por fin una persona que podía comprenderme, entre tanta gente.
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