El compás de su respiración quebraba el sepulcro silencio que reinaba en la calle. Ya sólo quedaba Sofie, que con las pupilas bañadas en agua salada, contaba una a una las estrellas que manchaban la intensa oscuridad de aquella noche de otoño. El cemento sostenía su frágil cuerpo acostado y el semáforo pintaba su albo rostro de tres colores. Con cada pestañeo, una lágrima cruzaba su tez, desde el ojo hasta la comisura del labio, donde saboreaba su fracaso una y otra vez. Ensayaba sonrisas y miradas seductoras para su público, tenía una para cada ocasión, para cada minuto, según que y con quien. La gente que la observaba siempre veía a Sofie acompañada, rodeada de elogios de plástico y promesas de cristal, veían en ella algo diferente a lo que era, tan sólo alcanzaban a contemplar lo que ella hacía y decía ser, como cuando miras las estrellas: a primera vista parecen diminutos puntos dorados rozándose unos con los otros, pero en realidad están separadas por miles de años luz.
Y Sofie, como toda estrella, se apagó esa noche dejando un agujero negro en su interior que absorbió todas las falsas sonrisas; saboreando la última lágrima se lamentó y culpó de no tener otros ojos que supiesen mirar las estrellas como son y no como parecen ser.