Caminaba sin destino por la calle Alameda, cabizbajo, mis roídos y estropeados atuendos mostraban que mi poder económico no era devastador, era un vagabundo al fin y al cabo. El nombre no importa, sólo era yo, tan sólo eso, sin más recursos que mis ganas de vivir, mi fuerza y cuatro trapos viejos. Levanté la cabeza, y escudriñé el mundo una vez más. No tenía gran capacidad intelectual, pero ¿saben qué? Sabía mirar más allá que de lo que otros podían mirar, sabía imaginarme lo inimaginable, ver algo donde no lo había, exponer un mundo que nadie veía, y sí, estaba loco. Pero ¿saben decirme el correcto significado de una persona loca?, no he entendido si es un defecto, una virtud, una enfermedad, o simplemente un adjetivo atribuido a personas como yo,
pero me daba igual. Sentía el ruido de mis pisadas, el sonido de mi respiración, la melodía que dibujaba la fría brisa de un verano en Alicante; y sólo de fondo, un fondo demasiado profundo, casi imperceptible, sentía el ruido de motores, coches, autobuses, el ruido de la ciudad. Quizás fuese que mi sentido auditivo necesitaba reparación o que en realidad, me acostumbré en la vida a oír sólo lo que de verdad merecía la pena. Miradas fulminantes de ricachones reaccionarios me observaban por encima del hombro, y en verdad no me incomodaban, al contrario les sonreía, porque sabía que ninguno podía imaginarse lo que podía llegar a sentir, iba mucho más allá de las fortunas y de los abrigos de visón. Caminé durante horas, y exhausto llegué a lo que en ese momento llamaba cariñosamente mi casa, una esquina oscura sin mucha gente y al lado de mi mejor amigo, un desperdicio de la sociedad, Suizo lo llamaban, amante del corte-inglés donde el descuento de los cinco dedos era su mayor pecado, testarudo, basto, y tan loco como yo.